Alberto era un niño
que se moría por los ordenadores y los juegos. Podía pasar horas y horas
delante de la pantalla y, a pesar de que sus padres no creían que fuera
posible, él disfrutaba de verdad todo aquel tiempo de juego. Casi no se
movía de la silla, pero cuando se lo decían, cuando otros le animaban a
dejar aquello y conocer el mundo, él respondía: "ésta es mi puerta al
mundo, aquí hay mucho más de lo que pensáis".
De entre todos sus juegos, había uno que le gustaba especialmente. En él guiaba a un personaje recogiendo tortuguitas por infinidad de niveles y pantallas. En aquel juego era todo un experto; posiblemente no hubiera nadie en el mundo que hubiera conseguido tantas tortuguitas, pero él seguía queriendo más y más y más....
Un día, al llegar del cole, todo fue diferente. Nada más entrar corrió como siempre hacia su cuarto, pero al encender el ordenador, se oyeron unos ruidos extraños, como de cristales rotos, y de pronto se abrió la pantalla del monitor, y de su interior empezaron a surgir decenas, cientos y miles de pequeñas tortuguitas que llenaron por completo cada centímetro de la habitación. Alberto estaba inmóvil, sin llegar a creer que aquello pudiera estar pasando, pero tras pellizcarse hasta hacerse daño, apagar y encender mil veces el ordenador, y llamar a sus padres para comprobar si estaba soñando, resultó que tuvo que aceptar que ese día en su casa algo raro estaba sucediendo.
De entre todos sus juegos, había uno que le gustaba especialmente. En él guiaba a un personaje recogiendo tortuguitas por infinidad de niveles y pantallas. En aquel juego era todo un experto; posiblemente no hubiera nadie en el mundo que hubiera conseguido tantas tortuguitas, pero él seguía queriendo más y más y más....
Un día, al llegar del cole, todo fue diferente. Nada más entrar corrió como siempre hacia su cuarto, pero al encender el ordenador, se oyeron unos ruidos extraños, como de cristales rotos, y de pronto se abrió la pantalla del monitor, y de su interior empezaron a surgir decenas, cientos y miles de pequeñas tortuguitas que llenaron por completo cada centímetro de la habitación. Alberto estaba inmóvil, sin llegar a creer que aquello pudiera estar pasando, pero tras pellizcarse hasta hacerse daño, apagar y encender mil veces el ordenador, y llamar a sus padres para comprobar si estaba soñando, resultó que tuvo que aceptar que ese día en su casa algo raro estaba sucediendo.